Piedras negras, de Eugenio Fuentes

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias 

piedras

Cubamatinal / París, 6 de mayo de 2019.

Esta magnífica novela negra, me ha hecho descubrir a Eugenio Fuentes. El autor logra que uno mantenga el interés por saber los resultados de sus investigaciones y, trate de imaginar el desenlace, siguiendo sus pistas. Sus personajes están muy bien logrados y la intriga es excelente. ¡Una novela apasionante!

Un nuevo caso del detective Ricardo Cupido, en un Toledo espectral, donde el pasado ajusta cuentas y se cobra sus víctimas.

—¡Vaya! Toma, es la carta que te escribió la abuela.

En el sobre, de tamaño folio, había un puñado de hojas manuscritas con un título, BREDA, y dos sobres más pequeños, ambos cerrados. Uno contenía un fajo de billetes de cien euros. En el otro había dos cuartillas escritas en español—para evitar las faltas de ortografía que seguía cometiendo en francés— con la letra redonda y uniforme de su abuela, muy entintada, porque siempre escribía con pluma. Comenzó a leer en silencio mientras su padre recostaba la cabeza hacia atrás en el sillón y cerraba los ojos, con el rostro desfigurado por la tensión y el cansancio.

Querida nieta:

No sé cuánto tiempo pasará aún hasta que leas esta carta. En todo caso será cuando yo haya muerto. La había escrito dos veces, y dos veces la rompí, dudando si debía implicarte en este encargo, pero esta vez no la destruiré. No puedo posponerla más, porque no sé si mañana encontraría las palabras necesarias. Ahora es un buen momento: estoy sola, con la casa en silencio, con tiempo para buscar la expresión más correcta. Y seré breve.

Voy a hacerte un encargo que solo tú puedes cumplir. Tu padre y tu tío Jean-Luc están demasiado enfrascados en sus cosas y, además, a ellos nunca les ha gustado que hable de esto. Lo mantuve oculto durante tanto tiempo que, cuan-do al fin se lo dije, no quisieron creerme, lo consideraron una fantasía, una consecuencia más de esta enfermedad que devora mi memoria y mezcla lo soñado con lo vivido. Y a tus primos gemelos no les interesa nada lo de España. Tú, en cambio, siempre me has escuchado, quizá porque eres la única mujer de la familia, y puedes entender lo que significa mi petición. Para poder cumplirla deberás emprender un viaje, pero no te causará ningún daño. Al contrario, cabe la posibilidad de que te enriquezca de algún modo.

Quiero que vayas a España a buscar a mi hijo, a mi primer hijo. Nació en el hospital militar de Ciempozuelos el 5 de febrero de 1938, unos años antes que tu padre y que tus otros tíos. Fue fruto del amor, pero lo perdí. Me lo quitó la guerra y yo no tuve ni el coraje ni las fuerzas suficientes para retenerlo conmigo. No hice todo lo necesario. Durante muchos años creí que había conseguido, si no olvidarlo, sí resignarme a su pérdida. Me había casado con tu abuelo Émile, que tanto bienestar me dio. Pero ahora sé que no tardaré mucho en morir. O en olvidar, que es otra forma de morir. Y los recuerdos más lejanos han vuelto con mayor claridad, como si la enfermedad fuera descorriendo los velos que los cubrían.

Imagino la sorpresa que te estará causando esta carta y las preguntas que te estarás haciendo. Tienes todos los detalles de su nacimiento en estos folios, donde he anotado los lugares, las personas, las fechas que aún recuerdo y que no olvido, aunque se me olvide lo que ocurrió ayer.

Quiero que encuentres a mi hijo y le pidas que me perdone. Solo así podré descansar en paz. Tu abuela Marta, que tanto te quiere.

Marthe se quedó pensativa, con la cabeza agachada y un ligero temblor en la mano que sostenía la carta. La palabra «hijo» era la última que deseaba oír, estaba llena de espinas y, sin embargo, en boca de su abuela adquiría una inmensa dulzura. Acostumbrada a verla en casa, caminando despacio, sobrellevando sus achaques, con el rostro lleno de arrugas y las manos artríticas, hinchadas en las articulaciones pero aún capaces de sacar pasión de la viola, el contenido de la carta era una enorme sorpresa. Nunca había pensado que también ella había sido una muchacha de veinte años que un día amó a un hombre y lo besó con pasión, con la boca llena de luz, y se estremeció de placer en noches ardientes y sonámbulas, y fue feliz en sus brazos y desdichada al perderlo, y luego abrió su vientre tierno y elástico para arrojar al mundo un hijo entre sangre y humores… Cuando levantó la vista, su padre estaba mirándola, intrigado.

—¿Qué te dice?

—Quiere que vaya a España —respondió, como si aún estuviera viva.

—¡¿A España?!

—A buscar a un hijo que tuvo antes que a vosotros. En la guerra —añadió—. Ya me lo había dicho algunas veces.

Su padre suspiró y se frotó los ojos.

—Tu abuela se obsesionó con esa historia en los últimos años, pero ni siquiera tenemos la certeza de que ese hijo exista. Busqué por internet si había alguien con su apellido en ese lugar donde decía que nació, Ciempozuelos… ¡Y no encontré ninguna pista! Tu abuela no trajo de allí ningún documento que lo demuestre, se vino con las manos vacías, huyendo de una guerra que terminó en 1939. ¡Y estamos en el año 2004, Marthe! ¿Cómo podríamos encontrar algo después de sesenta y cinco años? Es imposible. ¿Y ahora quieres ir allí abajo?

—No lo sé —respondió Marthe guardando la carta en el sobre.

—El ambiente no debe de estar muy tranquilo después de esos horribles atentados en los trenes, hace un par de meses.

—Lo sé.

—Y en el caso improbable de encontrar a quien ni siquiera sabemos si existe —insistió—, ¿qué tendrías que decirle?

—Tendría que pedirle perdón en nombre de la abuela.

—¿Perdón? ¿Por qué?

—No lo sé. Supongo que por haberlo abandonado.

Su padre volvió a quedarse pensativo.

—Que perdone a alguien que ya no vive.

—Papá, esta es una historia de muertos.”

Cuando, en mayo de 2004, Marta Medina falleció en Toulouse, y se lee su testamento, su nieta Marthe escucha con asombro que debe buscar a un hijo de Marta nacido durante la Guerra Civil y que dio en adopción. Tras viajar a España, la nieta encarga la investigación a Ricardo Cupido. El detective encuentra en Toledo al hijo de Marta: se llama Alejandro Garcilaso y es un hombre muy rico, padre, a su vez, de una hija ilegítima. Sin embargo, Alejandro se niega a aceptar esa perturbadora noticia, y Marthe regresa a Toulouse. Unos días después, la hija de Alejandro aparece asesinada y éste acudirá a Cupido para que encuentre a los autores del crimen. Su búsqueda llevará a los lectores al epicentro de la burbuja inmobiliaria, a esa época en que la fortuna parecía estar al alcance de cualquiera, cuando emergían con fuerza las nuevas tecnologías y empezaban a desvelarse los «robos» de niños durante la dictadura.

«¡Qué bien le sienta al género negro tener detrás a un buen escritor!» J.M. Pozuelo Yvancos, Abc Cultural

«Las novelas de Eugenio Fuentes están soberbiamente escritas. Y sus tramas, suspendidas hasta las últimas páginas.» J.Ernesto Ayala-Dip, Babelia (El País)

Eugenio Fuentes nació en Montehermoso (Cáceres) en 1958. Galardonado con varios premios y traducido en doce países, Fuentes ha logrado con éxito situarse como uno de los autores españoles de novela negra con mayor proyección en el extranjero gracias a su detective privado Ricardo Cupido, protagonista de las novelas El interior del bosque (IX Premio Alba/Prensa Canaria, Andanzas 663), La sangre de los ángeles (2001), Las manos del pianista (Andanzas 504) y Cuerpo a cuerpo (Premio Brigada 21 en 2008 a la mejor novela policiaca escrita en castellano; Andanzas 624). A ellas viene a sumarse ahora Contrarreloj, en la que Cupido se traslada a un escenario apasionante como es el Tour de Francia. Autor de un volumen de cuentos, Vías muertas (1997), y otro de ensayos literarios, La mitad de Occidente (2003), Eugenio Fuentes también ha publicado en Tusquets Editores Venas de nieve (Andanzas 571), una historia en torno a la lucha contra la fatalidad, narrada con pulso maestro, que le valió el Premio Extremadura a la Creación.

Piedras negras. Eugenio Fuentes. Novela negra. Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. Colección Andanzas 934. Diseño de la colección: Guillemot-Navares. © Eugenio Fuentes, 2019. Rústica con solapas. Ilustración de la cubierta: © Jesús M. García / Getty Images. 14,8 x 22,5 cm – 368 páginas – 19 euros. Ebook disponible. ISBN: 978-84-9066-629-6

Félix José Hernández.

La escapada, de Gonzalo Hidalgo Bayal

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias

 

escapada
La escapada, de Gonzalo Hidalgo Bayal
Cubamatinal / París, 20 de abril de 2019.La excelente pluma de Gonzalo Hidalgo Bayal, nos ofrece una magnifica novela sobre el regreso al pasado, gracias al reencuentro con un amigo de juventud, con los sueños de juventud y una época que estuvo llena de desaliento. Una nueva obra maestra del autor sobre el tiempo que pasa inexorablemente y… que suele vencernos.”

“El caso es que de pronto, hace dos meses, un sábado a media mañana, justo cuando acababa de comprobar que Los rateros seguían en el montón y cuando, libro en mano, me disponía a iniciar el rito de costumbre (el abuelo dijo, Boon Hogganbeck, 276 páginas y dijo Everbe), advertí que alguien se situaba a mi lado y miraba de perfil el libro con la misma estrategia subrepticia con que en el metro algunos viajeros leen los titulares del periódico por encima del hombro del vecino (cuando se leían periódicos en el metro, cabría añadir y, teniendo en cuenta lo que sigue, no sería ningún despropósito añadirlo). Pensé que tal vez fuera el comprador accidental que los rateros llevaban esperando ya varias semanas y, como no quería que el librero perdiera una venta por mi azaroso pasatiempo (tampoco había asistido nunca in situ al desenlace del juego e ignoraba qué sensación me produciría el expolio, ver ¡con mis propios ojos! cómo Los rateros se alejaban definitivamente en otras manos), dejé de lado los restantes ingredientes del rito y me apresuré a devolver el libro al montón. Me equivocaba, sin embargo.

No se trataba de un comprador y enseguida pude además comprobar que tampoco era exactamente el libro lo que había llamado la atención del paseante. Fue en el momento en que solté el libro y fue porque habló. Al miserable nunca le abandona la miseria, dijo. Me volví entonces, con precaución, y me encontré (ganas me dan de recurrir a la antigua prosa enclítica: volvime y encontreme, incluso de abatir tan ascéticos pretéritos bajo sus viejas tildes: volvíme y encontréme) frente a un individuo un poco, muy poco, más alto que yo, cetrino, oscuro se diría, y desconocido. Hay gente pintoresca en todas partes y tal vez sobre todo en Madrid, en el centro de Madrid, de modo que pensé que me encontraba ante alguien de ese gremio del desvarío callejero.

Me incomodó que el sujeto siguiera mirándome y decidí largarme. Fue entonces, ante mi perplejidad, cuando volvió a hablar. Bayal, dijo. Lo miré con desconcierto e incluso con vergüenza. Y no tuve otra reacción que recuperar, como escudo, Los rateros. Es cierto que en algunas, muy raras, ocasiones alguien me ha reconocido, en territorio cultural, cabría decir, y siempre me ha abrumado ese reconocimiento. Nunca, sin embargo, me había ocurrido con tan extravagante retórica. Ahora, además, tanto las primeras palabras del sujeto (la miseria de los miserables), como la sonrisa con que pronunció mi apellido, que me pareció moderadamente irónica, me hicieron pensar que no se trataba de un lector, sino de alguien a quien conocía.

Podía tratarse de un antiguo alumno, pensé enseguida, alguien acaso sometido a las sevicias gramaticales y polivalentes del antiguo bachillerato (tuve en tiempos alumnos de mi edad, e incluso mayores, alumnos de horario nocturno, aunque no creo que me llamaran nunca Bayal). De modo que allí estábamos los dos, ante Los rateros y, para mi vergüenza, incapaz de reconocer al pronto a quien me interpelaba y con la certeza de que tenía la obligación de reconocerlo.

Quien te habla con esa confianza y ese humor o te conoce o es un bromista irredento. Y quien me hablaba no tenía aspecto de lo segundo. Bien conocido es el prototipo de simpático maleducado, un individuo verdaderamente insoportable. Con todo, recordando un reciente propósito, me contuve. Fue, creo, en primavera cuando alguien me llamó por mi nombre (solo el nombre) en el Postigo de San Martín. ¿Nos conocemos?, pregunté. Y nunca me arrepentiré lo suficiente de esa respuesta mía, aunque no era una respuesta culpable. Explicaré por qué. Soy mal fisonomista y más de una vez y más de dos me he visto en el trance de no reconocer a quien me saludaba (por lo general, como digo, algún antiguo alumno: es siempre mi primera idea) y, peor aún, de saludar a quien creía reconocer sin conocer.

De ahí que en esta ocasión pretendiera recuperar del pasado la imagen de quien me hablaba. No era el caso. No nos conocíamos. Un lector, dijo. Y no hubo más. Se fue alejando y yo quedé (o quedeme) apesadumbrado. Porque supuse que había entendido de modo torcido mi pregunta, no como un intento de fijar el pasado, sino como una forma grosera de quitármelo de encima: ¿acaso nos conocemos como para que me llames por mi nombre en plena calle?, esto es, como propia de un antipático maleducado, que es acaso categoría peor (así piensan los maestros).

Me propuse entonces reaccionar siempre con prudencia y con buen humor en tales circunstancias, si es que acaso volvían a producirse. Ahí estaba, pues, ahora, en el pasadizo de San Ginés mirando a quien acababa de pronunciar la palabra «miseria» y la palabra «miserable» y sabiendo que esas palabras sí provenían del pasado pero sin conseguir fijarlas en qué tiempo ni en qué lugar. Fue entonces cuando dijo su nombre, no su nombre oficial, que tal vez en ese momento yo no hubiera recordado ni reconocido (el solo nombre, digo, sin apellidos, que por el hilo siempre se llega al ovillo), sino el nombre con que sabía que le llamábamos nosotros a sus espaldas tiempo atrás, mucho tiempo atrás. Foneto, dijo.

Y me costó acomodar el semblante presente con la imagen antigua que no sé si recordaba o que se había ido acomodando con el tiempo en mi cabeza. Siempre he sabido que sería incapaz de trazar un retrato robot como testigo accidental de un crimen, ese al que luego persiguen con saña los asesinos para que no pueda prestar testimonio ante el jurado, y por eso tengo grabada con tinta indeleble en la memoria una frase de Poe: «Reconocemos a nuestro vecino, pero no sabemos dar razón de ese reconocimiento». Pues bien, allí estaba yo con el ejemplar de Los rateros nuevamente en la mano y allí estaba Foneto frente a mí y no era desde luego el Foneto que yo recordaba, aunque todo se hizo presente de pronto, actualización de un déjà vu remoto y subterráneo.”

El encuentro casual con un antiguo compañero de universidad del que no ha tenido noticia en cuarenta años sirve de estímulo al narrador para recuperar recuerdos y episodios de los viejos tiempos. Enseguida descubre que, en lugar de la brillante carrera intelectual que habría merecido, su amigo terminó hallando refugio en el quiosco que heredó de un tío, un negocio que ahora, recién jubilado, y sin continuidad comercial posible, dada la inexorable decadencia de la prensa, se muestra como ocupación propia de un tiempo extinguido. Después, mientras recorren los antiguos escenarios del Madrid de su juventud, el amigo evoca las relaciones ingenuas y remotas con las tres únicas mujeres que dejaron huella en su memoria. Hidalgo Bayal nos lleva a una época en la que dos amigos lo tenían todo por hacer y parecían vivir sin aliento, justo antes de que sus vidas tomaran el rumbo definitivo.

«Siempre que leo un libro nuevo de Gonzalo Hidalgo Bayal, me reafirmo en que es uno de los más destacados novelistas españoles de las últimas décadas. No entiendo cómo todavía no ha obtenido un gran premio.» J. Ernesto Ayala-Dip, Babelia (El País)

“Averiguar por qué “un hombre brillante echa a perder su brillantez” hasta acabar de quiosquero en una ciudad de provincias es uno de los hilos narrativos de La escapada, la línea épico-bufa teñida de tonos melancólicos, a la que se suma la biografía lírico-amorosa, no menos desdichada, pues en esa indagación la vida aflora como un “aprendizaje de la frustración o, en último extremo, de la desolación”. Y aun así, seguimos merodeando. Acaso porque de vez en cuando en el escaparate de una librería a uno le detiene un título: La escapada. ¿De Faulkner o de Hidalgo Bayal?» Ana Rodríguez Fischer. Babelia (El País)

Gonzalo Hidalgo Bayal nació en Higuera de Albalat (Cáceres) en 1950. Es licenciado en filología románica y en ciencias de la imagen por la Universidad Complutense de Madrid, y ha sido profesor de literatura en Plasencia. Es autor de las novelas Paradoja del interventorCampo de amapolas blancasEl espíritu ásperoLa sed de sal y Nemo, y de los libros de relatos Conversación y La princesa y la muerte.

La escapada. Gonzalo Hidalgo Bayal. Tusquets Editores. Colección Andanzas 937. © Gonzalo Hidalgo Bayal, 2019. Rústica con solapas – 14,8 x 22,5 cm – 304 páginas – 18,00 euros – ISBN: 978-84-9066-639-5

Félix José Hernández.

 

Agua por todas partes, de Leonardo Padura

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias 

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Cubamatinal / París 30 de marzo de 2019.

Sin lugar a dudas, Leonardo Padura es el mejor escritor cubano contemporáneo. Gracias al éxito del público lector, que acompaña el de la crítica internacional de su obra, también se puede considerar como uno de los más importantes del Mundo Hispánico.

Padura es digno heredero de los grandes de la literatura cubana del siglo XX: Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera Infante…

En esta novela dedica las 107 primeras páginas a contarnos con gran sentido del humor y hasta ironía, la vida cotidiana de los cubanos de a pie, de por qué no se ha ido de Cuba y continúa viviendo en los arrabales habaneros de Mantilla, en la casa de sus abuelos y padres, acosado por el reguetón de sus vecinos.

Los sueños y avatares de su generación y el drama de los años noventa producidos por la caída del muro de Berlín y el cesa de la ayuda de la ex Unión Soviética, son narrados con un savoir faire extraordinario.

“Cuentan que en cierta ocasión alguien le preguntó a la poeta Dulce María Loynaz, por años enclaustrada en su casa habanera, por qué razón había decidido permanecer en la isla. Y la mujer sabia que era ella respondió: «Porque yo llegué primero».”

Al mismo tiempo nos escribe sobre ese celebérrimo muro del Malecón que forma parte de la vida de no solo todos los habaneros.

“Porque el muro del Malecón habanero constituye la evidencia más palpable de nuestra insularidad geográfica y existencial: en esa larga serpiente pétrea se siente, como desde ningún otro sitio, la evidencia de que vivimos rodeados de agua, encerrados por el agua, esa condición que nadie ha definido mejor que el poeta Virgilio Piñera: «la maldita circunstancia del agua por todas partes».

Esta novela es una fascinante ventana abierta a la sala de máquinas de Padura, que permite al lector curiosear por todo aquello que rodea y conforma su escritura.

Las novelas de Leonardo Padura están hechas de historia, y de literatura, y de humo de cigarro cubano, y del béisbol al que tan aficionado es el narrador de La Habana. Según él, es escritor por no haber logrado ser pelotero. Agua por todas partes, la nueva obra de Padura es una celebración y un homenaje al género de la novela, del que se siente tan deudor; en sus páginas aborda cuestiones en torno este invento que lleva ya cuatro siglos tratando las cuestiones de los humanos y siendo una herramienta de transformación de la sociedad y un reflejo de ella.

Nos narra todas las peripecias, dificultades, alegrías y desengaños que tuvo durante la preparación de novelas como El hombre que amaba a los perros -en México y Cuba – y Herejes- Amsterdam -.

Sin embargo, Padura no esquiva el ámbito personal y nos muestra la parte más íntima de su trabajo, la cacharrería, la mesa donde cobran vida personajes y tramas que luego pasan a formar parte de sus celebradas novelas. Contiene un brillante relato de cómo se transforma en material narrativo lo que empieza siendo una tenue luz en la mente del escritor. Dicho en palabras del propio autor: «entre una obsesión abstracta, casi filosófica y el complicado proceso de escribir una novela, existe un trecho largo, lleno de obstáculos y retos». Padura lleva gentilmente de la mano al lector, y se encarga de iluminar ese complicado camino hasta dejarlo a las puertas del edificio de la novela.

Leonardo Padura (La Habana, 1955), antes de recibir el Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015 por el conjunto de su obra, había logrado el reconocimiento internacional con la serie policiaca protagonizada por el detective Mario Conde: Pasado perfectoVientos de cuaresmaMáscarasPaisaje de otoñoAdiós, HemingwayLa neblina del ayerLa cola de la serpiente y La transparencia del tiempo. También es autor de La novela de mi vidaEl hombre que amaba a los perrosHerejes, del libro de relatos Aquello estaba desando ocurrir, y de la novelización del guión de Regreso a Ítaca.

Agua por todas partes. Vivir y escribir en Cuba. © Leonardo Padura. Novela literaria. Colección Andanzas 938. Rústica con solapas. Ebook disponible. Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, 2019. 368 páginas – 14,8 x 22,5 cm – 19 euros – ISBN: 978-84-9066-640-1

Félix José Hernández.

Cartas desde el cielo, de Fernando Fueyo Moya

Cartas a Ofelia /  Crónica literaria de un ser humano optimista en la adversidad

cielo

 

Cubamatinal / París, 24 de marzo de 2019

Querida Ofelia:

Conocí a Fernandito recién nacido, gracias a que su madre Nery Moya, era colega profesora de Geografía en aquella E.S.B. William Soler – para muchos “Solar” y no precisamente por su luminosidad, todo lo contrario -. Nery y Francisco – al que llamábamos cariñosamente “el viejo Pancho”- eran mis oasis de tolerancia y de cultura en medio de aquella especie de jauría política que reinaba entre los colegas de  la escuela.

Al lograr salir de Cuba hacia Francia en 1981 perdí el contacto con Nery y su familia, el cual recuperé durante mis viajes a Puerto Rico. Nuestra amistad se ha consolidado y hoy la considero mi Amiga del Alma. Nery y su hermana Maribel son dos seres extraordinarios.

Conservo una bella carta escrita por Fernandito, ya gravemente enfermo en el año 2000, en la cual me escribe sobe su madre y que confía en que yo la seguiría queriendo. Pero querido Fernandito : ¿Cómo es posible que no fuera así?

Hace un mes el Sr. Luis David Fuentes me envió desde Kentucky el libro que acabo de leer y que me ha impresionado no solo por la gran amistad que refleja Fernandito en sus cartas, sino por su carácter optimista y su combate contra la enfermedad.

Se trata de una compilación  de cartas que le escribo Fernandito entre el 1997, en plena salud, hasta el verano del 2000 al final de su joven vida, pero siempre demostrando su alegría de vivir, su Fe inquebrantable en Dios y su espíritu combativo frente a la enfermedad.

Las cartas son el testimonio de una amistad de dimensiones cósmicas, que va más allá del tiempo y el espacio. Un epistolario que hubiera podido aparecer en una obra literaria de Balzac, Hugo o Flaubert, por solo citar tres ejemplos.

«Después de esto, nada me asusta. Todos tenemos una historia  triste que contar y de ella los demás nos nutrimos. La mía no es triste, es un hecho que te comento; míralo así, como lo bueno que has de llevarte, como el soporte para que cuando te quejes de algo tonto y pasajero, recuerdes a este amigo que entre tinieblas ve luces verdes y doradas.»  Fernando Fueyo

A continuación te reproduzco tres de las 62 cartas que aparecen en el libro:

Carta desde el hospital, recién amputado:

 “La Habana, 3 de octubre de 1998.

 A mis incondicionales amigos, a mis fraternos seguidores

 Dicen los médicos (que en su código de ética transportan a todos sus pacientes) que lo más importante para un paciente es su fe en la recuperación, su reposición y fuerza para salir adelante, lo más ileso posible, de las irónicas pruebas a las que la vida te enfrenta.

 Me decían que no me sintiera solo, que mi familia estaba en camino, y yo les decía: se equivocan, mi familia está allá abajo, cometiendo cientos de indisciplinas. No para ver mi miembro amputado -que sería difícil de creer que a alguien como a mí me hubiera sucedido- sino para darme ese apoyo y ese oxígeno, que no creo que en toda la ciencia exista mejor aliciente que ese, y la más sincera expectativa de cómo mejoro, de cómo me siento.

No quiero ver tristezas en sus rostros, no hagan ademanes de lástima, ni gestos de compasión cuando me den la espalda. En mi late un corazón enorme, no lo duden, y he asumido todo esto -gracias a ese espíritu que me ilumina- como algo que debo superar; así como se supera un apagón, una injusticia o una traición -todos molestos y dolorosos- superaré yo este nuevo obstáculo del destino.

 ¿Seré más feliz que antes? ¿Podré hacer todo lo de antes?   ¿Y qué de mi antigua vida?

 Pues sepan queridos amigos: con una madre tan realista y fuerte como la mía, con una esposa, que ahora más que nunca me ha demostrado cuánto me ama y el valor de asumir a mi lado esta pasajera limitación, les aseguro que no me caeré.

Vacía está mi pierna izquierda, pero lleno estoy de cuantas personas se han familiarizado conmigo. Nunca pensé que tantos de ustedes me tuvieran tan en cuenta. Gracias por pernoctar a mi lado. El mejor calmante que he tenido todo este tiempo, para este fuerte dolor, ha sido su incondicional y desinteresada presencia.

Sé que muchos de ustedes no han podido subir y ver mi semblante o mi estado. A ellos les digo que me siento vivo, más vivo que nunca, pues ahora es que se saca de las reservas del valor, lo necesario para seguir viviendo con iguales bríos.

No seré un tullido, pobre del que lo crea. No seré una carga para nadie. Me mantendré siempre activo, intranquilo y aventurero. ¿Quién o qué osará cambiar mi carácter, así dure 10 años menos? Seré yo, seré Fernando el hijo de Nery y Tony.

Sólo espero la llegada de mi madre, estrecharla para que me ilumine felizmente el camino.  Quiero estar con ellos, no quiero que otros sufran o se depriman por mí. Soy igual que todos; seré un poco más lento y sufriré de una locomoción más defectuosa, pero mi mente, pecho y corazón son los mismos. Llevo mis cojones bien puestos, no lo olviden.

No padezcan. Alegrémonos de que no fuera nada más que eso: un trozo de mí que fue a la morgue; yo en cambio seguiré paso a la gloria. ¿No será que ese pedazo inservible de pierna, sería lo que me impediría llegar tan lejos como ambiciono? Podría ser. Dios dispone qué hacer con nosotros.

Los llevaré a todos en mi corazón y siempre que pueda, allí estaré con ustedes; con o sin pierna estaré. Son muchos, identifíquense con este mensaje que les puedo hacer llegar. Nos veremos pronto. Aquí sigo fuerte, sano y feliz.

 De su amigo,

 Fernando.”

 

Reencuentro con su padre biológico :

“San Juan, Puerto Rico. 7 de junio de 1999.

 Hola hermano

Cómo explicarte tan raro suceso que me acaba de suceder. Parece cosa de Dios. Imagínate que mi apellido Fueyo no es común, y por cuestiones médicas voy por casualidad a una oficina que pertenece al mismo centro médico en donde me atiendo.

Te cuento que la enfermera allí empieza a tomar los datos para el ingreso, y al oír mi apellido me dice que hace poco había estado un señor con ese mismo apellido. Yo enseguida le dije: «Qué raro porque ese apellido no abunda mucho, es de Asturias, Gijón, y no es usual oírlo mucho por esta zona del Caribe. Mis padres han sido maestros 20 años y no lo han oído nunca. ¿Ese señor es cubano?», «Sí», me dice. «Era cubano y murió en enero pasado, pero su nombre era otro». Yo me quedé frío, pero incrédulo. Se me entrecortó la respiración y continué preguntando… «Fernando Fueyo Fernández, ¿ese nombre le suena?» pregunté a la enfermera. «Sí, ese mismo era, Fueyo Fernández» contestó ella. Entonces le dije: «Señora, me encantaría que me averiguara bien en sus archivos porque si ello es cierto, ese hombre era mi padre ¡yo no lo veía desde hace más de 20 años y la última vez que hablé con él fue hace 11 años atrás!» Todo el mundo se quedó tieso… a mí los ojos se me llenaron de lágrimas (no salió ninguna para no atemorizar a alguna enfermera y atentar contra la búsqueda de información que necesitaba).

«¿Estás afectado?» Me preguntaban – «No», respondí, «sólo quiero saber la verdad». Rápido repartí besos y empecé a reír. Vieron que estaba yo relajado y alguien subió a la computadora de los archivos. Cuando bajó, lo hizo con un papel en la mano, y me dijo todos los datos de mi padre: padres, dirección, número de seguro social y hasta la causa de su muerte. Había ingresado la última vez en ese mismo hospital, el 22 de diciembre (¡yo comenzaba a recibir quimio en esa misma fecha, a metros de él!). Le daban quimio por un carcinoma que tenía ya muy desarrollado en el pecho, era fumador. Luego lo volvieron a ingresar el 9 de enero parque tenía falta de aire y falleció el día 11 de enero de un arresto cardio-respiratorio, ocasionado por el tumor ya irremediablemente avanzado.

Tenía 55 años de edad. Vivió y trabajó en este país desde el año 1988. Tenía su casa y su trabajo como vendedor de helados en una cafetería de cubanos. No era un delincuente como contaban los que dieron noticias de él en Miami. No tuvo antecedentes penales. Se ganaba el pan con su trabajo. Era un hombre honrado y especial, así lo describieron los más allegados a él. Dada su situación de enfermedad, dejó de trabajar y lo recibieron en un albergue del gobierno en donde le dieron alojamiento, comida, ropa, atenciones, tratamien­to médico, medicamentos y hacía vida social con los demás albergados.

Él ingresó en el albergue e1 30 de septiembre de 1998, día de mi cumpleaños, y dos días antes de operarme. ¡Yo llegué a este país y él vivía! ¡Ingresamos en las mismas fechas casi para la quimio y hasta a lo mejor su féretro me pasó por el lado!

Le dieron un entierro lindo y digno. No murió a tiros, (como me decían). Murió como un hombre honrado. Pidió ayuda al gobierno y se la dieron como a todo el que la pide. El que anda aquí de vagabundo es porque quiere o porque su cabeza no anda bien, pues aquí hay alternativas para «los sin hogares».

Me sentí tranquilo al saber cómo pasó sus últimos días: un comedor decente, limpio y con buena comida, personal fantástico y sobre todo capté que todos lo querían. Mi papá era una persona muy especial con todos, me lo decían, no sólo los de aquí, sino desde que soy nene todo el que lo vio y conoció me decía lo mismo. Dios sabe por qué no sostuvo la comunicación conmigo; me decían los del albergue y del hospital que él decía que tenía un hijo en Cuba. Era de lo único que hablaba.

En su expediente que le fue iniciado al comenzar en el albergue, me pone a mi como familiar cercano, es decir que nunca me negó… ¿Por qué el silencio todo este tiempo? Tal vez le daba vergüenza verme a manos vacías; él no le tenía amor al dinero, era demasiado bueno. Daba lo que tenía sin importarle guardar o conservar, ¡vivía al día!

Me cuenta una experimentada enfermera, que ha visto casos de pacientes que saben de su enfermedad y les da vergüenza que se sepa. Todo el mundo tiene diferentes reacciones ante una enfermedad como el cáncer, pues ésta es mortal, lenta, dolorosa, de pocas expectativas, y él superó lo que pudo, siguió trabajando y cuando no pudo más se fue al albergue del gobierno…

Llegué a su tumba el mismo día de la noticia, pues desde el albergue me fui a la funeraria y de allí al cementerio. Quedé frente a su lecho en menos de cuatro horas, después de saber el parecido de su apellido y el mío, gracias a la bendita memoria de aquella enfermera.

Me dio tristeza que allí estuviera sin lápida ni flores (porque eso le corresponde hacerlo a la familia); entonces le hice con mis manos su provisional lápida hasta que le pueda hacer una permanente. «Vivirás en mí hasta que muera el sol. De tu hijo que te amó y amará, Fernandito” (1943-1999), le puse. Ya no estará más solito. Le haré compañía en lo adelante; le llené la tumba de flores amarillas, de rosas rojas, de bellos gladiolos. Le hice un poema por el día de los padres y se lo dejé allí en el camposanto, para que se lo leyera él solo después; yo sé que estaba sentado en su tumba, cabizbajo y sólo, cuando llegué al lugar, y mis lágrimas humedecieron su seca tierra; se levantó de alegría y se llenó de gozo. «¡Aquí está tu hijo!», le dije, «que te hubiese querido como quiera que hubieses traído tus manos, si llenas de llagas, si vacías, si leprosas, eran tus manos, papá». Él no sabía la estatura de su hijo. Espero se revuelque de alegría por este póstumo encuentro. ¡Yo lo estoy!

 Te quiere y besa,

 Fernando.”

 

Segunda operación médica:

 

“San Juan, Puerto Rico.13 de diciembre de 1999.

Hola: Les hago este mensaje con mucha prisa y se los envío a Liam, Luisi y Eidel para ponerlos al tanto de mis últimos resultados médicos.

Resulta que en el último chequeo de CT (tomografía computarizada) de pecho, salieron más lesiones, contamos como cuatro nódulos más; al parecer la quimioterapia los contuvo un tiempo, pero parece que se acabó «la pachanguita» esa. Ahora el tipo (cáncer) se encabronó de veras y ha atacado fuerte…

Como resultado, el próximo jueves, es decir, en par de días, ingresaré en el  cardiovascular para someterme a una operación idéntica a la anterior, sólo que esta vez la masa que me ha crecido es algo más desarrollada que la primera, y está comprometida la Pleura. El cirujano me dice que si tiene que sacarme una o dos costillas, lo hará… ¡Del carajo la chapistería esa!

Se preguntarán por qué les cuento esto con tanto espíritu deportivo, y creo que es por dos cosas. Una, que me encanta el deporte y dos, porque si de algo puedo presumir es de espíritu, y eso me mantendrá siempre como el Fernán que conocen, ¡el sano, fuerte y feliz! Así que a la batalla de nuevo; no sé cómo será todo después de esta operación; no sé hasta dónde tenga el cirujano que dar cuchilla para llevarse lo maligno; no sé hasta dónde seguiré siendo erguido, y no sé hasta dónde me dará el aliento para reír en los futuros chistes que haremos juntos. Nada de eso sé, pero lo que sí sé es que no dejaré ni de soñar, ni de reír, ni de andar erguido.

Así que espero me tengan en forma positiva en sus mentes, y como siempre han hecho, sigan deseándome lo mejor.

El plan para después de operarme y recuperarme, es retomar el tratamiento con altas dosis de Ifosfamida y luego ver si encuentro en alguno de los centros de investigación de sarcomas, en USA, algún protocolo novedoso que logre controlar mi tipo de cáncer… que es uno de los más agresivos, razón por la que las expectativas de los doctores siempre han sido muy poco optimistas, basados lógicamente, en las estadísticas. Pero aunque las leo y estoy consciente de ellas (pues conozco mi condición tanto que hablo de tú a tú con ellos), no me engaño, simplemente no me resigno a dejar de luchar, ni me resigno a dejar que me llegue el final sentado y cruzado de brazos… lucharé amigos, lucharé tanto, tanto, que aunque me caiga en pedazos o me lleven pieza a pieza a la morgue, la última será de seguro la cabeza.

Entiendo que los pronósticos médicos son evidencia a considerar, pero por este camino que transito debo también obviar y hasta ser incrédulo con ellos, pues si algún por ciento está a tu favor, ese tienes que aprovecharlo mandando al carajo los pronósticos. Y eso es lo que hago, mando al carajo mentalmente a los desahuciantes (que no son pocos), y le doy crédito a los más optimistas, naturópatas generalmente.

Dicho sea de paso, estoy incursionando en un nuevo sistema -naturópata totalmente- contra el cáncer; eso sin dejar la quimioterapia a un lado, pues mientras pueda recibirla, bienvenida sea la química. Eso será un ataque en segundo grado, pero paulatinamente tomará más importancia hasta convertirse en la primera opción cuando no me puedan suministrar más quimio por sus efectos y toxicidades. Pero esperemos que eso aún demore. Veremos la cirugía qué tal termina, y después si logro encontrar un tratamiento, en fase de investigación, que sea provechoso para mi tipo de cáncer, según entiendan los médicos.

Pues queridos amigos, los he puesto al tanto de cómo andan mis cosas. Ingresaré el miércoles y me operarán al otro día en la mañana, así que para el jueves en la tarde seré un robot nuevo ¡ja, ja, ja! pero aún debo engrasar algunos sistemas.

De veras les digo que mientras más cerca veo el peligro de perder la vida, más belleza veo en ella… no esperen a verse en mi lugar para darse cuenta que lo importante no es contabilizar, sino cualificar los minutos, los días y los años…respiren, disfruten y amen lo bello.

Les estima,

Fernando »

 

Cartas desde el cielo. De Fernando Fueyo a Luis David Fuentes. Edición de Luis David Fuentes, PE. Diseño interior y cubierta de Elizabeth Alarcón. 15 x 23 cm. © Luis David Fuentes, 2012. ISBN: 9781-4675-5461-9

Te lo haré llegar a San Cristóbal de La Habana, por la vía que suelo utilizar, para que después de leerlo, lo hagas circular entre familiares y amigos.

Un gran abrazo desde estas lejanas tierras allende los mares,

Félix José Hernández.

 

Los desertores, de Joaquín Berges

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias 

desertores

 

Cubamatinal / París, 27 de enero de 2019.

Joaquín Berges nos ofrece una excelente novela, en la que  interactúan ficción e historia, narrada con la maestría literaria de un escritor ya en grado pleno de madurez. Sin lugar a dudas, es una novela impresionante sobre el drama de millones de seres humanos durante la Primera Guerra Mundial, lo que se refleja en sus páginas estupendas.

Una emotiva historia entre padres e hijos que une el presente con las trincheras de la guerra.

“Miércoles, 10 de noviembre de 1915.

 Querido padre:

Desde que salimos de Inglaterra no hemos hecho más que viajar en tren y en barco, además de marchar en fila durante horas bajo una fuerte lluvia que nos ha traído recuerdos del hogar. Nos dicen que estamos en C., aunque todavía no hemos visto ninguna población. Aquí solo hay una llanura interminable, un desierto de cultivos y campos en barbecho. Y nubes que los sobrevuelan dejando el rastro de su sombra sobre ellos, como si quisieran labrarlos desde el cielo.

Lo importante es que ya estamos en Francia y se rumorea que pronto entraremos en acción. Esto es lo único que nos motiva. Estamos hartos de los entrenamientos, los ejercicios físicos y las charlas de nuestros superiores. Queremos enfrentarnos al enemigo y acabar con él.

Por suerte, apenas disponemos de tiempo libre. No serviría de nada porque no hay mucho que hacer por aquí salvo tumbarse a ver las nubes, jugar a las cartas o leer. No podemos cantar el repertorio de canciones que aprendimos en Old Trafford, así que hemos sustituido la música por los versos que escriben los poetas.

Se ha organizado un curioso sistema de difusión literaria entre los regimientos. Cuando el poema de un soldado gusta a un oficial, se copia varias veces y se distribuye por toda la compañía. A veces se transmite por cable para que llegue al mayor número posible de unidades, y creo que van a organizar un concurso de poesía entre regimientos, lo cual no deja de ser curioso considerando la razón que nos ha traído hasta aquí.

 Me acaba de llegar uno hermoso y tétrico a la vez. Lo he leído en voz alta junto a Alfred.

Cuando haya muerto,

y forme parte del suelo de Francia,

todo esto recordaréis de mí:

fui un gran pecador, un gran amante,

y la vida me llenó de desconcierto.

¡Ah, el amor! ¡Habría muerto por amor!

El amor puede hacer mucho, tanto bien como mal.

Hace pensar en madres y en niños chicos,

y en tantas otras cosas.

¡Oh, hombres aún no nacidos, me marcho sin

terminar mi labor!

Ahí tenéis el conflicto: el mundo os odiará:

¡Sed valientes!

Vuestro hijo que os quiere,

 Albert »

 

“A veces, las decisiones se toman sin el concurso de la voluntad o el estado de ánimo, solo con el cuerpo, con una parte determinada del esqueleto que depende de cada individuo y cada circunstancia. En el caso de Jota fueron sus articulaciones ,más concretamente sus rodillas. Llevaba casi una hora en la cafetería, sentado junto a la cristalera, observando con la vista desenfocada los camiones que se detenían en el área de descanso, pendiente solo de las luces que llegaban y se apagaban. Se encendían y desaparecían. Y necesitaba levantarse.

Había tres camioneros en la barra, dos hombres que parecían de origen nacional y una mujer con el pelo rapado, las cejas rubias y los ojos claros. La había visto bajar de un camión azul marino con el morro plateado que le había recordado a un animal marino, un enorme cachalote con ruedas. Había pedido un pincho de tortilla y una cerveza sin alcohol, señal de que iba a volver a la carretera.

La idea del viaje se le había ocurrido una mañana al despertar, en esos segundos de incertidumbre en que la realidad parece posible, quizá porque todavía forma parte del sueño. Llevaba tiempo leyendo sobre la batalla del Somme, concentrado en fechas, lugares, nombres y detalles. No descartaba la posibilidad de visitar algún día la zona, aunque tampoco se atrevía a planteárselo seriamente.

No se habría levantado de la silla si no hubiera comenzado a sentir un hormigueo en las rodillas, primero en la derecha, luego en las dos. No quería que los camioneros lo tomaran por quien no era. Él tenía un buen coche y recursos suficientes para pagarse el viaje, lo que no tenía eran ganas de conducir. Prefería ser conducido en actitud relajada y contemplativa, sin tener que pensar en el itinerario o el tráfico. No quería hacerlo en un medio de transporte público, sino en un camión como los que él mismo había contratado durante años. Por eso se había sentado junto a la cristalera de la cafetería a observar los camiones.

Cogió el cuaderno de tapas verdes que había dejado sobre la mesa y se dirigió a la barra para pagar el café.

—Mi nombre es Jota —dijo.

 —Geike —respondió la camionera de los ojos claros.

 Seguramente pensó que Jota no era un nombre.

 —¿De dónde eres?

 —Bélgica.

 —¿Adónde te diriges?

 —Perpiñán.

 Jota no recuerda cómo la convenció para que lo llevara hasta allí. Lo hizo con un discurso incoherente, casi delirante. Luego ya se las arreglaría él para continuar hacia el noroeste de Francia, cerca de la frontera con Bélgica, que era adonde se dirigía. A Geike no se le ha olvidado. Dedujo que Jota era un hombre en apuros, un neurótico inquieto, quién sabe si un demente, aunque también recuerda que olía a perfume caro e iba bien vestido.

 Solo le hizo una pregunta:

 —¿Eres metido en un problema?

 Jota sonrió con una condescendencia de derrota, como si se diera pena a sí mismo. Ese gesto fue suficiente para que Geike lo admitiera en la cabina de su camión. Antes le informó de sus planes. Tenía que cargar en un almacén de Lleida al día siguiente a primera hora de la mañana. Luego descargaría esa mercancía en el Mercado Saint Charles de Perpiñán.

 —No tengo prisa —respondió Jota.

 No la había elegido por ser mujer. Ni por ser extranjera. Lo había hecho porque le gustó la franqueza de su mirada y el modo en que bebía su cerveza sin alcohol directamente del botellín. Tampoco quería compartir el viaje con una demente.

 —¿Qué mercancía has traído?

 —Kiwis.

 —¿Qué mercancía te llevas?

 —No sé. Creo que melocotones y nectarinos.

 —¿Siempre fruta?

 —Mi camión tiene frío.

 Lo dijo como si el vehículo pudiera tener sensaciones.

Jota se alegró de no ir en un cachalote con la panza llena de carne, pescado o productos lácteos.

 —Hablas muy bien el castellano —dijo.

 Geike hizo un movimiento de duda con la cabeza. Hablaba varios idiomas pero ninguno muy bien. Solo el suyo.

 —¿Eres escritor? —preguntó ella, señalando el cuaderno que Jota llevaba en la mano.

 Él negó sin intención de responder. No estaba admitiendo que no era escritor. Simplemente no pensaba decirle a qué se dedicaba. Al menos no todavía.

 —¿Periodista?

Jota continuó negando, aunque esta vez lo hizo sonriendo para no contrariar a su anfitriona.

 —¿No dirás a mí que haces turismo? —insistió Geike.

 —Voy en busca de alguien.

 —¿Una mujer?

 —Un hombre.

 —¿Alguien de la tuya familia?

 Geike se puso en pie. Era hora de marchar. Por un momento,Jota temió que fuera a dejarlo allí, en la barra del bar.

 —En realidad es alguien a quien no conozco —confesó.

 —Entonces, ¿para qué quieres ver a él?

 —No quiero verlo.

 Geike lo miró de reojo. Jota le mostró las palmas de las manos. Fue un gesto de disculpa. «No me dejes aquí. Todo tiene una explicación.»

—Voy en busca de su tumba —le dijo”

 Jota observa los camiones que entran y salen del mercado de frutas y verduras donde ha trabajado hasta su jubilación cuando, de pronto, sin comunicárselo a nadie, sube a uno de ellos en dirección a la frontera francesa. Va en busca de la tumba de Albert Ingham, un soldado británico que, con su amigo Alfred, combatió en la batalla del Somme, en 1916. Ambos vivieron juntos los horrores de la guerra y así es como fueron enterrados, el uno al lado del otro en un pequeño cementerio del norte de Francia; en la tumba de Albert Ingham figuran unas enigmáticas palabras que su padre ordenó inscribir al enterarse de las circunstancias en que había muerto su hijo. Jota viaja hasta allí guiado por el eco de esas palabras. En el trayecto, va leyendo las cartas que Albert envió a su progenitor, un testimonio desgarrador sobre la desolación de las trincheras salpicado de versos que escribieron los poetas de la guerra.

Arrastrado por esa historia de hace cien años, Jota revive la relación que mantuvo con su propio padre y el desmoronamiento familiar que causó la extraña enfermedad de su madre.

Si con La línea invisible del horizonte o Una sola palabra, Joaquín Berges (Zaragoza, 1965) abandonaba la comedia de sus anteriores novelas y se ponía serio, con Los desertores (Tusquets) el escritor emprende un viaje que va de la ficción a la realidad. O viceversa. Un salto, eso sí, a medias. «Hay una parte real, que está en el pasado, en 1916. Y una parte ficticia que está en el presente», explica el propio Berges.” El Cultural

 “Los desertores mezcla la trama actual con poemas reales de soldados caídos en la batalla –“que prueban que la belleza es posible en medio del horror”–; cartas de uno de los soldados a su padre y partes a modo de ensayo para explicar aquella barbarie. “Tuve mucho miedo porque soy filólogo y no historiador. Me documenté como procede, obsesivamente, para evitar cualquier error”, cuenta aliviado, expresivo, fascinado con la grandeza del relato histórico.” El País

 «Los desertores«, de Joaquín Berges, cuenta la historia de dos fugitivos: el de la guerra y el de la paz, el de la batalla que pasó a la Historia y el que lleva una historia personal por resolver.” Todo Literatura

Los desertores. Joaquín Berges. Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. Colección Andanzas 993. Diseño de la colección: Guillemot-Navares. Novela literaria. Ilustración de la cubierta : Soldados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. © Museo Nazionale della Scienza e della Tecnica Leonardo Dan Vinci (Milán). Rústica con solapas – 14,8 x 22,5 cm – 384 páginas – 19,00 euros – ISBN: 978-84-9066-613-5

Joaquín Berges (Zaragoza, 1965) es licenciado en filología hispánica por la universidad de su ciudad. Se dio a conocer con El club de los estrellados (Premio a la Mejor Ópera Prima en el Festival du Premier Roman de Chambéry y Nuevo Talento FNAC), a la que siguieron Vive como puedasUn estado del malestarLa línea invisible del horizonteNadie es perfecto y Una sola palabra. En 2015 recibió el Premio Artes & Letras del Heraldo de Aragón.

Félix José Hernández.

 

Astillas, fugas, eclipses. Cuentos de Mirza L. González

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias 

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Cubamatinal / París, 16 de enero de 2019.

Querida Ofelia:

Ha sido una muy agradable sorpresa la de leer este libro que desborda de cubanía, con sus cuentos extraordinarios, cuyos personajes nos recuerdan a alguien.  Nos parece conocer los lugares en que se desarrollan. La pluma excepcional de doña Mirza L. González nos hace revivir el pasado en Cuba , el exilio presente y nos lanza hacia el futuro. Es un libro que engancha, que tiene duende y que es difícil de abandonar una vez que se ha comenzado a leer.

Te reproduzco algunos fragmentos, para que tengas una idea de este magnífico libro:

“Prefiero recordarlas cuando aún vivían. Tuvieron una existencia larga y rica en experiencias. Como si el destino las hubiera unido en una misma familia en vida, las unió en la muerte por un hilo invisible, aunque en países diferentes. Ya en tiempos del exilio cubano, en una ciudad del norte y con un frío brutal, Coleta vivía y moría. Una vela, con rogativas diarias a la Caridad del Cobre porque se arreglara el problema de Cuba y por la salud de la familia, comenzó el fuego. La perseguida por el agua buscó el refugio en ella, al encerrarse en un baño  con la casa en llamas. De nada le sirvió. El agua, como antes a su abuelo y a su padre, la traicionó. La otra, también nacida a fines de siglo, inmensamente vieja y cansada, pero con una mente clara hasta el fin, le pone punto final a una vida digna y de trabajo, donde nunca se rindió, entregándose a lo irremediable en un accidente automovilístico. Gran devota de la Virgen de Regla, venía de cumplir su promesa anual de visitarla. De regreso, ya en las proximidades del pueblo, estalló el tanque de la gasolina al volcarse el auto que la conducía. Murió entre las llamas. Ambas murieron el mismo día. Es también la fecha de mi cumpleaños.”

¡Condenada, maldita! ¡Te voy a matar! ¡Enciendan la vela! ¡No te escapes, no huyas! ¡Satanás!». ¿Era la voz de la bruja? Hablando de matar, ¿a quién? Oí un tropelaje acompañado de golpes secos. Me levanté y corrí hacia donde creía estaba la habitación de la vieja, tropezando con paredes, o qué sé yo. Tratando de orientarme en la oscuridad  me guiaba por unos gritos terribles y por la voz de Tomasa. Me encontraba totalmente desorientado y confuso, pero cada vez estaba más seguro de que el meollo del problema era la bruja. Tropecé con los pequeños cuerpos de mis hermanos que corrían; entre ellos, uno más alto que el mío, suponía que el de Rosa, me lanzó contra algo. Escuché ruido de cristales rotos, los pocos que teníamos, y caí al suelo. Me levanté como un resorte, mientras que malamente podía ver, y menos entender lo que Tomasa decía, apagado por las voces alteradas de todos. Entre ellos descollaba un chillido, único y espeluznante, el eje de mi carrera, el centro del llamado sin palabras que salía de mi madre.

 Nunca olvidaré sus alaridos. Han pasado veinte años desde aquella noche y todavía la pobre loca grita de la misma manera cuando entre sus sueños se desliza, al igual que antes, el majá que se nutría con su leche. Esos instantes de terror son, irónicamente, sus únicos contactos con la realidad. En ellos parece recobrar momentáneamente la razón. El resto de las horas las pasa cantando, arreglando sus vestidos y cabellos, ahora largos y blancos, con cintas estrujadas y flores marchitas, como si fuera la novia de mi padre esperando su visita.”

“Ay, el parque, el parque… Puerto añorado, donde atracarían las hermanas, anclando por horas para lucir como navíos iluminados su conquista habanera. Usualmente paseaban varias vueltas, hasta que cansadas y con dolor inconfesable de pies, decidían carenar en un banco. Allí, embutiendo su expansiva humanidad en el rústico espacio, se acomodaban, acompañados sus  movimientos al buscar la posición más cómoda por quejidos de la madera que ellas amortiguaban con sus risas.”

Dos horas antes de la señalada parada boda, con la iglesia encendida y llena de flores, cuando los invitados estaban listos para empezar a arreglarse, Hemisférica, buque nupcial, luminaria ardiente, ululante sirena de auxilio, se desplazó en carrera desesperada, caleidoscopio descomunal, por las mismas calles que antes la recibieron bamboleante y plena de sonrisas. Se pegó candela, dijeron. Había descubierto a África en íntimo y carnal coloquio con Luis Amando. Las desgracias no vienen solas, como dice el refrán. Las hermanas sobrevivientes, encerradas en casa, y de negro, no se veían en parte alguna. África, ahogada en su culpa, nunca pudo recuperarse completamente de la pérdida de su querida hermana. Cayó en tal estado de depresión que dejó de comer. Bajó tanto de peso que a los seis meses era un inmenso pellejo colgante; se complicó su salud de tal manera que se le paralizaron los riñones, a consecuencia de lo cual murió. En menos de dos años de la supuesta y nefasta fecha de la boda de Hemisférica se acabó casi toda la familia. A poco tiempo del escándalo los padres se murieron, no de enfermedad conocida, sino de una gran vergüenza mezclada de tristeza; y de aquella familia tan feliz sólo quedó América. Circunstancias y períodos especiales fuera de su control hicieron que bajara de peso, y le dio por irse temporadas a la capital, de donde volvió un día con un bebé precioso, una niña.»

Lunes,17 de marzo de 1968 por la noche. Causa de una tormenta tardía, afuera nieva. El teléfono suena, sus padres le avisan que estarán en Chicago el domingo. Llegaron hace dos semanas de Cuba. Ya ella los vio. Sus padres adoptivos le han comprado el boleto y la han mandado a Miami, donde fue a recibirlos y pasó tres días con ellos. Enterradas quedarán en su memoria las marchas por las calles, los gritos de paredón, los «jeeps» de hombres uniformados, señalando con dedo acusador a su padre y llevándoselo preso, los rápidos preparativos para la salida; como una huida el viaje en avión, ella sola. La llegada al país de la lengua extranjera. Los días en Miami en un campamento con otros niños asustados, tristes y expectantes ante lo desconocido, como ella. El colegio de Montana. Los recuerdos se filtran y se  depositan en el fondo como el agua a través de una piedra porosa. Como un submarino permanecen hundidas las memorias en el subconsciente.”

No encuentra posición que le permita estar sobre la espalda. Le fascinan los juegos malabares de Dios con el firmamento: los cometas, las estrellas fugaces y, sobre todo, los eclipses. Se levanta y se pone el sombrero. Al impulsarse en la arrancada se eleva casi hasta las estrellas y de allí se orienta hacia un cocodrilo verde, brillante en un mar de zafiro. Todavía en el aire planea sobre un pueblecito que está en un valle. Cruza entre las lomas de Candela y ve, en la ribera de un río que en sueños es caudaloso, una carretera que viene de la ciudad. Planea sobre ella y divisa, pasando por encima de un asilo en cuyo patio corretean niñas de uniformes morados, el centro del pueblo, donde hay un parque y una iglesia. Por detrás de la iglesia cruza una zanja. El parque está lleno de gente joven, alegre y conversadora. Las mujeres dan vueltas alrededor del paseo y a veces se detienen a hablar con los jóvenes, que en grupos, conversan en las orillas. El campo debajo, el cañaveral, la cañada, los platanales, las siembras de papas y malangas. Las mazorcas tiernas en el maizal. La casita con su cerca de piña de ratón, y el pozo. Baja al brocal, se asoma y grita: ¡Volver…volver…! Camina con cuidado entre los árboles y ve a su padre a través de la maleza, detenido en un espacio abierto entre la yerba. Él, en medio de cuatro jaulas colocadas en cuadrante. En una hay un sinsonte, en la otra un tomeguín, en la tercera un azulejo y en la última un canario. Su padre la ve también, la llama, corren al encuentro y se abrazan. Es absolutamente feliz entre los brazos de su padre y el gorjeo de los pájaros.”

«Este libro se inscribe dentro de un fenómeno de singular variedad y que por su dispersión geográfica aún no ha sido calibrado en sincronía con toda su magnitud: el de la narrativa cubana del exilio (…) Astillas, Fugas, Eclipses contiene suficientes elementos de novedad narrativa, a nivel formal y de contenido,  como para convertirlo en señal de un quehacer que puede estar marcado por una nueva norma estilística en la literatura hispanoamericana  contemporánea». Fabio Murrieta

 

Mirza L. González nació en Güines, La Habana, Cuba. Estudió en la Universidad de La Habana en las Facultades de Ciencias Físico Matemáticas y Pedagogía. Reside en Chicago desde 1962, donde continuó sus estudios y se graduó con los títulos de Master of Arts, de Loyola University en Chicago, y Doctora en Filosofía y Letras (Ph.D.), de Northwestern University en Evanston, Illinois. Durante varios años fue Profesora en el Departamento de Lenguas Modernas en DePaul University, donde además desempeñó cargos administrativos y contribuyó  al impulso y la diversificación de los cursos sobre Literatura Española y Latinoamericana, especialmente en Literatura Revolucionaria, Afro hispana y del Caribe. Entre los premios que le han sido otorgados debe destacarse el «Cortelyou-Lowery Award for Excellence» de DePaul, concedido a miembros de la facultad destacados en la docencia, las investigaciones, y los servicios prestados a la institución. Actualmente es Profesora Emérita de DePaul University.

Ha publicado dos libros: La novela y el cuento psicológicos de Miguel de Carrión (Miami: Ediciones Universal, 1979), análisis crítico del importante novelista cubano; y Literatura revolucionaria hispanoamericana (Madrid: Betania, 1994), antología crítica de obras revolucionarias de diversos géneros literarios. Ha publicado numerosos artículos de crítica literaria sobre Literatura de Latinoamérica y Literatura Latina en los Estados Unidos, dedicando sus estudios más recientes a la poesía y al teatro cubano-americanos. Sus artículos sobre Miguel de Carrión, Jesús Castellanos y la revista cubana Orígenes, aparecieron en el Dictionary of Twentieth Century Cuban Literature (Westport: Greenwood Press, 1990).

 

Astillas, fugas, eclipses. Cuentos de Mirza L. González. © Editorial Betania. Colección Narrativa. Prólogo de Fabio Murrieta. Ilustración de la cubierta: Cuba 42, La fuga en el eclipse (2001). 21 x 13 cm – 102 páginas – ISBN: 84-8017-143-X

Te lo haré llegar a San Cristóbal de La Habana por la vía que suelo utilizar, para que después de leerlo lo hagas circular entre los amigos.

Félix José Hernández.

 

 

La muerte del comendador (Libro 1), de Haruki Murakami

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias

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Cubamatinal / París, 13 de enero de 2019.

El gran Haruki Murakami, nos ofrece una excelente novela, de la cual nos es difícil desprendernos. Es un libro que engancha por su gran calidad literaria y su inquietante historia donde se entrelazan el mal, el arte, la soledad, el amor y la tensión que despierta a lo largo de sus páginas. ¡Sencillamente apasionante!

 

“Si la superficie estaba empañada

 Desde el mes de mayo de aquel año hasta principios del año siguiente viví en una casa en lo alto de una montaña junto a un estrecho valle, en el que durante el verano llovía sin parar a pesar de que un poco más allá estuviera despejado. Esto se debía a que desde el mar, que se hallaba bastante próximo, soplaba una brisa del sudoeste cargada de humedad que entraba en el valle, ascendía por las laderas de las montañas y terminaba por precipitarse en forma de lluvia. La casa estaba justo en la linde de ese cambio meteorológico y a menudo se veía despejado por la parte de delante, mientras que por atrás amenazaban unos nubarrones negros. Al principio me resultaba de lo más extraño, pero me acostumbré enseguida y terminó por convertirse en algo normal.

Cuando arreciaba el viento, las nubes bajas y dispersas que había sobre las montañas flotaban como almas errantes que regresaran al presente desde tiempos remotos en busca de una memoria ya perdida. A veces caía una lluvia blanquecina como la nieve, que danzaba silenciosa a merced de las corrientes de aire. Casi siempre soplaba el viento y el calor del verano se soportaba sin necesidad de encender el aire acondicionado.

La casa, pequeña y vieja, tenía un extenso jardín. Si lo descuidaba durante un tiempo, las malas hierbas lo invadían todo y alcanzaban una altura considerable.

Una familia de gatos aprovechaba entonces para instalarse allí entre las plantas, pero en cuanto aparecía el jardinero y quitaba la maleza, se esfumaban. Era una hembra de pelo rayado con tres gatitos. Tenía una mirada severa y estaba tan flaca que daba la impresión de que sobrevivir era el único esfuerzo del que era capaz.

La casa estaba construida en lo alto de la montaña, y desde la terraza orientada al sudoeste se atisbaba el mar a lo lejos entre los árboles. La porción de mar que se podía ver no era muy grande, parecía la cantidad de agua que cabría en un balde: un trozo diminuto del inmenso océano Pacífico. Un conocido que trabajaba en una agencia inmobiliaria me había dicho que el valor de las casas variaba mucho en función de si se veía el mar o no, aunque solo se tratase de una porción minúscula. A mí me resultaba indiferente. Desde aquella distancia, tan solo parecía un trozo de plomo de color apagado. No entendía el porqué de tanto afán por ver el mar. Yo prefería contemplar las montañas. Según la estación del año, y la meteorología, su aspecto variaba por completo y nunca me aburría. De hecho, me alegraban el corazón.

Por aquel entonces, mi mujer y yo habíamos suspendido temporalmente nuestra vida en común. Incluso llegamos a firmar los papeles del divorcio, pero después sucedieron muchas cosas y al final decidimos darnos otra oportunidad.

Resulta complicado entender una situación así en todos sus detalles. Y ni siquiera nosotros somos capaces de discernir las causas y las consecuencias de los hechos que vivimos, pero si tuviera que resumirlo de algún modo, diría con palabras corrientes que después de un «ahí te quedas», volvimos al punto de partida.

Entre ese antes y ese después de mi vida matrimonial viví un lapso de nueve meses, que siempre me pareció como un canal abierto en un istmo.

Nueve meses. No sabría decir si ese periodo de Tiempo me resultó largo o corto. Si miro atrás, la separación me resulta infinita y, al mismo tiempo, tengo la sensación de que transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. La impresión cambia de un día para otro. A veces, cuando se quiere dar una idea aproximada del tamaño real de determinado objeto en una fotografía, se pone al lado del objeto una cajetilla de tabaco como referencia. En mi caso, la cajetilla de tabaco que debería servir como punto de referencia en la serie de imágenes que conservo en la memoria aumenta o disminuye de tamaño en función de mi estado de ánimo. De la misma manera que dentro de mis recuerdos cambian las circunstancias y los acontecimientos sin cesar, también la vara de medir, que debería ser fija e invariable, está en constante transformación, como para llevar la contraria.

Eso no quiere decir que todo, absolutamente todo lo que ha ocurrido en mi vida, se transforme y cambie de una manera disparatada. Hasta ese momento, mi vida había transcurrido de una manera apacible, coherente, razonable. Solo durante esos nueve meses viví en un estado de confusión que no logro explicarme. Fue una época anormal, excepcional. Me sentía como un bañista que está disfrutando de un mar en calma y de pronto es arrastrado por la fuerza de un remolino.”

“Se trata de «una historia adictiva e inquietante» en torno a la soledad, el amor, el arte y el mal, con un homenaje a «El gran Gatsby», y está concebida en dos partes.” ABC

“La muerte del comendador, I es un puzle en el que Murakami pone todas las piezas boca arriba y marca los bordes. En la segunda parte, todo habrá de encajar.” El Mundo

“La obra tiene al parecer más carga sexual que anteriores novelas en las que ya iba bastante sobrado, lo que es un buen aliciente.” El Periódico

“La nueva novela del gran autor japonés Haruki Murakami, incluye (para empezar) una misteriosa campana que suena sola, una idea abstracta que roba el cuerpo de un hombre de 60 cm en una pintura, y un extraño viaje a un submundo frecuentado, entre otras cosas, por algunas temibles Metáforas Dobles.” Clarín Cultura

“Murakami se supera a sí mismo.”Freie Press

“Murakami tiene el don de crear sueños y, a la vez, de permanecer totalmente despierto.” NZZ am Sonntag

«Una explosiva abundancia de temas unidas por una trama que se parece a una pieza maestra de jazz: está tan bien atinada que, simplemente, hay que seguir  escuchando.» Felix Müller, Berliner Morgenpost

“Un libro que no puedes soltar.” Birgit Ruf, Nürnberger Nachrichtnen

“El libro primero es tan magníficamente inspirador que, al leerlo, uno cree que un resucitado Edgar Allan Poe ha continuado el Doktor Faustus de Thomas Mann.” Peter Mohr,Rheinische Post

“De lectura absolutamente fantástica, fantástica de verdad…. Quien haya perdido la capacidad de asombrarse debe leer a Murakami a modo de terapia.” Hildegard Keller, SRF- Literaturclub

«Bajo la tersa superficie de este libro, el lector percibe oscuros secretos escondidos.” Süddeutsche Zeitung

«Este libro me ha arrastrado, ciertamente. a una atmósfera  inquietante … El lector tiene palpitaciones casi todo el rato…Murakami consigue mantener una tensión asombrosa.” Christine Lötscher, Radio SRF2 Kultur

En plena crisis de pareja, un retratista de cierto prestigio abandona Tokio en dirección al norte de Japón. Confuso, sumido en sus recuerdos, deambula por el país hasta que, finalmente, un amigo le ofrece instalarse en una pequeña casa aislada, rodeada de bosques, que pertenece a su padre, un pintor famoso.

En suma, un lugar donde retirarse durante un tiempo. En esa casa de paredes vacías, tras oír extraños ruidos, el protagonista descubre en un desván lo que parece un cuadro, envuelto y con una etiqueta en la que se lee: «La muerte del comendador». Cuando se decida a desenvolverlo se abrirá ante él un extraño mundo donde la ópera Don Giovanni de Mozart, el encargo de un retrato, una tímida adolescente y, por supuesto, un comendador, sembrarán de incógnitas su vida, hasta hace poco anodina y rutinaria.

Este primer volumen de la novela La muerte del comendador es un fascinante laberinto donde lo cotidiano se ve invadido de señales indescifrables, de preguntas cuya respuesta todavía está lejos de vislumbrarse. El lector, al igual que el protagonista, deberá permanecer muy atento.

Haruki Murakami (Kioto, 1949) es uno de los pocos autores japoneses que han dado el salto de escritor de prestigio a autor con grandes ventas en todo el mundo. Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Franz Kafka, el Jerusalem Prize o el Hans Christian Andersen, y su nombre suena reiteradamente como candidato al Nobel de Literatura. En España, ha merecido el Premio Arcebispo Juan de San Clemente, la Orden de las Artes y las Letras, concedida por el Gobierno español, y el Premi Internacional Catalunya 2011. Tusquets Editores ha publicado todas sus novelas Escucha la canción del viento y Pinball 1973; La caza del carnero salvaje; El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas; Tokio blues. Norwegian Wood; Baila, baila, baila; Al sur de la frontera, al oeste del Sol; Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; Sputnik, mi amor; Kafka en la orilla; After Dark; 1Q84, Los años de peregrinación del chico sin color y La muerte del comendador (Libro 1)—, así como los libros de relatos El elefante desaparece, Después del terremoto, Sauce ciego, mujer dormida y Hombres sin mujeres, la personalísima obra Underground, los ensayos titulados De qué hablo cuando hablo de correr y De qué hablo cuando hablo de escribir, y el bello relato ilustrado La chica del cumpleaños.

La muerte del comendador. Libro 1: Una idea hecha realidad.Haruki Murakami.  1.ª edición: octubre de 2018. © 2017 by Haruki Murakami. Novela literaria. Traducción del japonés de Fernando Cordobés y de Yoko Ogihara. Diseño de la colección Andanzas: Guillemot – Navares. Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. Ilustración de cubierta: © David de las Heras. Rústica con solapas. 14,8 x 22,5 cm – 480 páginas – 21,90 euros – Ebook disponible. ISBN: 978-84-9066-564-0

Félix José Hernández.

 

El libro de las cosas perdidas, de John Connolly

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias

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Cubamatinal/ París, 27 de diciembre de 2018.

El autor nos ofrece un libro hermoso, que nos hace recordar nuestra infancia, con sus sueños y su magia maravillosa. Es una verdadera obra maestra de imaginación encantadora. Gracias a la pluma excepcional de Fohn Connolly por habernos hecho soñar de nuevo.

Esta es una obra para jóvenes y adultos que devolverá a los lectores a su infancia, porque « en cada adulto mora el niño que fue, y en cada niño espera el adulto que será ». En esta nueva edición que cuenta con diez bellísimas ilustraciones de Riki Blanco, el autor ha añadido nuevos textos y unas palabras a sus lectores de lengua española.

Mientras la Segunda Guerra Mundial arrasa Europa, David, a sus doce años, llora la pérdida de su madre. Su padre ha vuelto a casarse,  y la nueva familia se ha mudado a una casa en las afueras de Londres, para evitar los bombardeos alemanes. David no tiene mas compañía que los libros. Unos libros que le susurran y le atraen. La realidad y la ficción empiezan a fundirse hasta tal punto que, por una grieta en una antigua construcción del jardín, David entra en un mundo desconocido: el de sus sueños y su portentosa fantasía. En sus trepidantes y en ocasiones terribles aventuras, David se topa con personajes como el Hombre Torcido o el Leñador, con lobos semihumanos  o con un rey cuyos dominios están en decadencia. A lo largo de la novela que trata del poder de las historias y de la literatura, David aprenderá poco a poco a superar sus miedos y a tomar decisiones.

« Érase una vez, porque así es como deberían empezar todas las historias, un niño que perdió a su madre.

En realidad, llevaba ya mucho tiempo perdiéndola, puesto que la enfermedad que la estaba matando era un enemigo sigiloso y cobarde que se la comía por dentro, que consumía lentamente su luz interior, de modo que perdía el brillo de los ojos con cada día que pasaba y tenía la piel cada vez más pálida.

A medida que la enfermedad se la iba robando poco a poco, el miedo del niño a perderla del todo crecía en consonancia. Quería que se quedara. No tenía hermanos ni hermanas y, aunque amaba a su padre, sería justo reconocer que amaba más a su madre  y que no  soportaba la idea de vivir sin ella.

El niño, que se llamaba David, hizo todo lo que pudo por mantenerla viva. Rezó. Intentó ser bueno, para que ella no tuviera que ser castigada por los errores que cometía él. Caminaba de puntillas por la casa procurando no hacer ruido, y bajaba la voz cuando jugaba a la guerra con sus soldaditos de plomo. Se inventó una rutina e intentó ceñirse a ella todo lo posible, porque, en parte, creía que  el destino de su madre estaba unido a las acciones que él realizaba. Siempre se levantaba de la cama poniendo primero el pie izquierdo en el suelo y después el derecho. Siempre contaba hasta veinte cuando se cepillaba los dientes y siempre paraba al terminar la cuenta. Siempre tocaba los grifos del cuarto de baño y los pomos de las puertas un número concreto de veces: los números impares eran malos, pero los pares estaban bien; dos, cuatro y ocho eran los mejores, aunque no le gustaba el seis, porque el seis era dos veces tres, tres era la segunda parte de trece, y trece era un número realmente malo.

Si se golpeaba la cabeza contra algo, lo hacía de nuevo para que el número de veces fuera par, y, a veces, lo hacía una y otra vez, porque su cabeza parecía rebotar en la pared y arruinarle la cuenta o el pelo rozaba la superficie cuando no debía, hasta que la cabeza le dolía del esfuerzo, y se sentía mareado y enfermo. Durante todo un año, en la peor época de la enfermedad de su madre, lo primero que hacía por la mañana era llevar ciertos objetos del dormitorio a la cocina, y lo último que hacía por la noche era devolverlos al dormitorio: se trataba de un pequeño ejemplar de los cuentos escogidos de Grimm y un tebeo  Magnet manoseado. El libro tenía que estar perfectamente colocado en el centro del tebeo, y los bordes de ambos debían estar alineados en la esquina de la alfombra de su dormitorio por la noche, o en el asiento de su silla favorita de la cocina por la mañana. De esta forma, David contribuía a la supervivencia de su madre.

Todos los días después del colegio se sentaba junto a ella en la cama y, si la mujer se sentía con fuerzas, hablaban un rato. Sin embargo, otras veces se limitaba a verla dormir mientras contaba cada fatigoso resuello de la enferma y deseaba que se quedase con él. A menudo se llevaba un libro, y su madre, si estaba despierta y no le dolía mucho la cabeza, le pedía que se lo leyera en voz alta. Ella tenía sus propios libros, novelas de amor y misterio, y gordos tomos de tapas negras con letras diminutas, pero prefería que él le leyese historias mucho más antiguas: mitos, leyendas y cuentos de hadas, relatos de castillos, hazañas y peligrosos animales parlantes. A David no le parecía mal porque, aunque a sus doce años ya no era tan crío, seguía teniéndoles cariño a aquellos cuentos, y el hecho de que a su madre le gustase oírselos leer no hacía más que aumentar su amor por ellos.

Antes de caer enferma, la madre de David solía decirle que las historias estaban vivas, aunque no de la misma forma que las personas, ni siquiera como los perros o los gatos. Las personas estaban vivas independientemente de que les hicieras caso o no, mientras que los perros preferían llamarle la atención si decidían que no les prestas la suficiente. Por otro lado, a los gatos se les daba muy bien fingir que las personas no existían cuando eso les convenía, pero aquello era otro tema muy distinto. »

« Un libro peculiar, y perverso, y humano, con un final asombrosamente lírico.» Irish Time

« Una obra atractiva, mágica y profunda.» Independent

 « Un verdadero cuento de hadas, perfecto para las largas noches de invierno.» Daily Mail

 « Una fábula conmovedora, un derroche de imaginación. » The Times

 John Connolly (Dublín. 1968) estudió  filología inglesa en el Trinity College y periodismo en la Dublin City University. Reside en Dublín. pero pasa parte del  año en los Estados Unidos, donde se desarrollan  parte de sus obras. Es autor de la novela Malvados, y de los volúmenes de relatos de terror titulados Nocturnos y  Música nocturna, así como de la serie de novelas policíacas protagonizadas por el detective Charlie Parker, formada por Todo lo que muere. (Shamus Award 1999), El poder de las tinieblasPerfil asesinoEl camino blanco (Barry Award 2003), El ángel negroLos atormentadosLos Hombres de la GuadañaLos amantesVoces que susurranMás allá del espejoCuervosLa ira de los ángelesEl invierno del lobo , La canción de las sombras y Tiempos oscuros. Connolly fue el primer escritor no estadounidense en ganar el prestigioso  Shamus Award.

El libro de las cosas perdidas. John Connolly. Tusquets Editores, S.A. Colección Andanzas 931. Rústica con solapas. Título original: The Book of Lost Things. Traducción del inglés de Pilar Ramírez Tello.Ilustraciones de Riki Blanco.14,8 x 22,5 cm – 480 páginas – 19 euros – ISBN : 978-84-9066-615-9.

Félix José Hernández.

 

Las conspiraciones contra Hitler, de Danny Orbach

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias 

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Cubamatinal / París, 14 de noviembre de 2018.

La pluma brillante de Danny Orbach nos ofrece un  excelente libro que nos envía a los años terribles del nazismo y sus consecuencias nefastas para no solo Alemania, sino toda Europa y el resto del mundo. Una época de convulsiones en la que tantos trataron de eliminar al origen del Mal :  Adolfo Hitler. Es la historia más completa sobre los intentos de acabar con el dictador nazi.

En enero de 1933, Adolf Hitler era nombrado canciller de Alemania .Apenas un año después, todas las formaciones políticas, excepto el Partido Nacionalsocialista, habían sido ilegalizadas y la tiranía de Hitler imponía su violencia sobre la vida de los ciudadanos. A pesar del riesgo que ello suponía, durante casi todo el régimen nazi hubo mucha gente comprometida en diferentes conspiraciones para acabar con la vida del dictador. Entre las más célebres se cuentan la protagonizada en solitario por el carpintero Georg Elser o la Operación Valquiria, en la que estuvieron involucrados los miembros más granados del estamento militar alemán.

Este libro cuenta los entresijos de las reuniones secretas, las crisis de conciencia, el diseño de los planes y la ejecución de atentados con los que militares, maestros, políticos y diplomáticos no dudaron en arriesgar la vida para matar al Führer.

“El 30 de enero de 1933, la víspera de la toma del poder por parte de los nazis, seguía sin estar claro si Hitler y los nacionalsocialistas podrían gobernar Alemania sin un enfrentamiento violento. Los dos partidos de la oposición antinazi, los comunistas y los socialdemócratas, seguían teniendo extensas  redes de activistas, muchos de ellos armados. Agrupaban a millones de seguidores fieles, clubes y sindicatos, y hombres jóvenes más que suficientes que estaban dispuestos a luchar. Al cabo  de un año, todas estas redes de oposición aparentemente formidables habían desaparecido, consumidas por el fuego.

La noche del 27 de febrero de 1933, dos transeúntes y un policía paseaban cerca del Reichstag, la impresionante sede del Parlamento alemán en Berlín, cuando algo inesperado les llamó la atención. Una luz, un parpadeo extraño, bailaba detrás de las ventanas, seguido de una sombra que se movía con rapidez. El policía supo inmediatamente que estaba presenciando un incendio provocado y pidió refuerzos. La policía entró en grupo en el Reichstag, avanzando a través de una pantalla de humo negro y espeso. Con rapidez, descubrieron al misterioso asaltante que se escabullía de una habitación, medio desnudo, cubierto de sudor, con el rostro rojo como un tomate y el pelo alborotado. El pasaporte que llevaba encima indicaba que su nombre era Marinus van der Lubbe, un ciudadano holandés. Había utilizado su camisa y una lata de gasolina para provocar el incendio. Al preguntarle por las razones, respondió: «¡Protesta! ¡Protesta!».

Pocos de los muchos berlineses que fueron testigos horrorizados  de las llamas podían imaginar que el nuevo canciller del Reich, Adolf Hitler, iba a utilizar el incendio como excusa para destruir todas las redes, organizaciones y partidos de la oposición en Alemania. El canciller, que había sido nombrado sólo un mes antes, el 30 de enero, destruyó en menos de un año los partidos políticos de todas las tendencias, la autonomía del Estado alemán y el poder de los sindicatos. La oleada de cambios también barrió al funcionariado civil, el sistema judicial,  las escuelas y las universidades, y, lo que es aún más importante, el Ejército. A finales de 1934, Hitler y su partido nazi eran los únicos amos de Alemania, y no encontraban ningún obstáculo eficaz de una oposición activa o potencial.

Los políticos del nuevo régimen llegaron con rapidez al edificio en llamas. El primero de ellos fue Hermann Göring, uno de los paladines de Hitler y presidente del Reichstag. El comandante  de los bomberos le presentó un informe sobre los trabajos infructuosos de extinción del fuego, pero Göring estaba más interesado  en extinguir otra cosa. «Los culpables son los revolucionarios comunistas», afirmó. «Este acto es el inicio del levantamiento comunista, que es preciso aplastar inmediatamente con puño de hierro.» Hitler y su jefe de propaganda, Josef Goebbels, no le iban a la zaga. «A partir de este día», declaró el nuevo canciller, «cualquiera que se interponga en nuestro camino será aplastado. El pueblo alemán no comprenderá la indulgencia. Hay que colgar esta misma noche a los diputados comunistas.»

El Reichstag, una de las últimas reliquias de la moribunda República de Weimar, quedó reducido a una carcasa ennegrecida. La alarma cundió por todo el país, alimentada por los titulares sensacionalistas de los periódicos matutinos.  «contra asesinos, incendiarios y envenenadores sólo puede haber una defensa rigurosa», decía uno de ellos. «contra el terror, castigo con la pena de muerte.»

La alarma se convirtió pronto en histeria. «Querían enviar grupos armados a los pueblos para asesinar e incendiar», anotó en su diario Luise Solmitz, una maestra de  escuela conservadora. «Así que los comunistas han quemado el Reichstag», escribió Sebastian Haffner, un joven jurista y uno de los pocos escépticos que quedaban:

Podría ser así, incluso era lo que cabía esperar. Sin embargo, resulta curioso que escogieran el Reichstag, un edificio vacío, donde  nadie se podría beneficiar del fuego. Bueno, quizá se pretendía que fuera realmente la «señal» para el levantamiento, que ha sido evitado por las «medidas decisivas» emprendidas por el Gobierno. Eso era lo que decían los periódicos, y sonaba plausible. También resulta curioso que los nazis se indignaran tanto por el Reichstag. Hasta entonces lo habían llamado con desprecio una «fábrica de cháchara». Ahora de repente se ha convertido en el sanctasanctórum que han quemado […]. Lo principal es que se ha evitado el peligro de un levantamiento comunista y podemos dormir tranquilos. »

“Del conde Stauffenberg al lobo solitario Georg Elser, el historiador Danny Orbach investiga los intentos de la resistencia alemana de eliminar al Führer.” El Periódico

“La conclusión de Danny Orbach es que los conspiradores contra Hitler no fueron caballeros de impoluta y brillante armadura, sino hombres inmersos en una durísima situación, en una permanente lucha entre deber, patria, moral, honor, familia y miedo.” La Razón

“La historia definitiva de los esfuerzos antinazis para derrocar a Hitler…Una lectura fascinante.” Jewis Book Council.

“Una extraordinaria historia de coraje y un excelente estudio de la lucha del ser humano por actuar moral y honorablemente.” Publishers Weekly

Danny Orbach cursó estudios en las universidades de Tel Aviv, Tokio y Harvard. Se ha especializado en materias como la resistencia militar, la desobediencia, la historia de las rebeliones y la violencia política. Es historiador y profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Veterano de los servicios secretos israelíes, ha escrito abundantemente sobre temas de historia alemana, japonesa y del Oriente Próximo.

Las conspiraciones contra Hitler. Danny Orbach.Título original:  The Plots Against Hitler. © de la traducción: Francisco García Lorenzana, 2018. Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores. Temática: Historia / Segunda Guerra Mundial. Colección Tiempos de Memoria 120. Ilustración de la cubierta :  © M. Kjeldgaard / Akg-images / Album. Rústica con solapas – 14,8 x 22,5 cm – 480 páginas –  24,00 euros – ISBN: 978-84-9066-563-3

Félix José Hernández.


Información vinculada (Cubamatinal) 

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Mujeres en la oscuridad, de Ginés Sánchez

Cartas a Ofelia/ Crónicas literarias

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Cubamatinal / París, 3  de noviembre de 2018.

La excepcional pluma de  Ginés Sánchez nos ofrece tres novelas en una, tres historias de sendas mujeres que se mezclan,  utilizando un excelente nivel de escritura. Sin lugar a dudas, se  puede afirmar que el autor es uno de los mejores escritores españoles actuales. Una magnífica novela.

Tres mujeres arrebatadoras, tres historias brutales, entre Amores perros y Thelma y Louise. La obra cumbre de uno de los narradores con más talento de la nueva narrativa española.

Julia, Tiff y Miranda viven en la misma ciudad, aunque no han tenido  nunca la oportunidad de conocerse. Julia es catedrática en la universidad y tiende a fantasear con los muchachos jóvenes. Tiff es camarera y una romántica incurable. Miranda trabaja en los clubes más selectos y no puede evitar que se le vayan apareciendo fantasmas del pasado. Las tres tienen en común una melancolía oculta que las emponzoña. ¿Dónde está esa felicidad en la que aparentamos vivir?, parecen preguntarse. No se conocen, pero sus vidas convergen irremediablemente, a través de diferentes hombres como Amadeo Fuster, un colega de Julia; de Christian, un antiguo amigo de Tiff; del Lentes y del Curita, clientes habituales de Miranda. Cuando sus vidas estallen, las tres deberán unir fuerzas para escapar. Huirán a lo largo de Europa portando un objeto del que lo desconocen todo, en busca de un atisbo de esperanza.

“Donde Julia se despide de Hugo y después planta

un nuevo Jacinto.

 —Va a llover —le dijo Julia al inalámbrico que sostenía contra la oreja—. Va a llover y va a ser por mucho tiempo. Porque está en el cielo. Porque andan los árboles con miedo.

El otro, el gran Felipe Gedeón, el famoso autor, murmuró algo a través del satélite. Algo soñador. Habían tenido la primera parte de la conversación dentro. Ella sentada sobre la alfombra de lana, la espalda apoyada en el sofá y bajo las alargadas sombras de la Sputnik. Ahora paseaba por la terraza. Del limonero de una esquina al mandarino de la otra. Entre el mandarino y las tomateras estaba el hueco en cuestión. Allí la fachada de la Ópera. Allí el inmenso cartel con las seis mujeres cosiendo en torno a la mesa y la

figura que las espiaba desde la ventana.

—¿No has pensado en exigir —le decía ella al gran Felipe Gedeón, el famoso autor— que tu nombre aparezca en letras más grandes? Porque, querido, es como si fueras un invitado en tu propia fiesta. Él se reía y su risa era dulce, como lo eran sus ojos casi árabes. Ella le habló de la pareja de cuervos que vivían en los eucaliptos de la plaza. De cómo habían llegado y habían espantado a los petirrojos y se habían afianzado en torno a los desperdicios de las terrazas. De cómo ahora el macho y ella se vigilaban desde la distancia. Luego el gran Felipe Gedeón tuvo que colgar y ella se quedó allí aún un momento. Mirando.

—Ceba, limpia —le dijo al cuervo macho encaramado sobre una rama—. Y nunca, querido, la dejes.

Sonó un trueno a lo lejos y el siseo en las palmas de los agaves le anunció que llovía. Se cerró la rebeca. Volvió a mirar la hora pero no eran más que las seis y diez.

El despacho era amplio y cálido. Paredes atestadas de estanterías atestadas de libros. Libros también en los rincones. Publicaciones. Revistas. Componiendo montones pero sin un papel sobresaliendo. Lo mismo en la mesa. Y los títulos, los diplomas, las medallas. Bajó la persiana un poco más pero dejó entreabierta la puerta de la terraza para que le entrara el aroma de la plaza al mojarse. Un minuto entero estuvo ante el ordenador, los dedos tamborileando sobre la mesa. Al levantar la vista se vio reflejada en la ventana de la puerta. Aquella mujer.

¿Cuántos años tienes?, le dijo, ¿quince?

Lo dejó. Cerró el ordenador. Apagó la luz. Se llevó la taza con los restos de té a lo largo del pasillo. De regreso hacia el baño fue quitándose la ropa. Allí los tonos de antracita. El espejo. Y Julia.

Alta, delgada, la piel muy blanca, eso le dijo el espejo. Una mujerde ojos atentos, de mejillas con tendencia a enrojecerse. Como si siempre hiciera frío. Una mujer cuidada. Entrenada. Y ese pelo con ese estilo tan a lo paje y tan teñido de rubio.

Pero nunca, querida, tuviste mucho pecho. Ni tampoco fuiste de caderas anchas. Pero que tienes las piernas fuertes, ¿lo ves? Y los brazos. Tal vez los huesos de las clavículas un poco demasiado marcados. Pero el vientre plano. Y duro.

Se palpó un pecho e hizo un mohín. Para nada lo que había sido. Para nada pero bien. A la vista. Pero piensa que si las cosas hubieran sido de otra manera podrías ser ya, incluso, abuela. Abuela, querida. Se dio la vuelta para mirarse desde otros ángulos. Se apretó los muslos y los encontró sólidos. Lo mismo el trasero. Se sonrió. En su boca se formó una palabra. La palabra. Julia Castellanos, remedó con voz de burla, La Lagarto. Eso eres. Así te llaman. Eso pareces. Eso es lo que siempre pareciste. Pero que tampoco, querida, es que seas fea. Tienes, digamos, poca gracia, eso sí. Pero fea, tampoco.Un poco demasiado masculina en la forma de la nariz, o de la boca. O los ojos demasiado grandes. Un poco. Pero nada más.

Sacudió la cabeza y se puso el gorro de ducha y un rato largo estuvo bajo el agua caliente y con los ojos cerrados. Fue salir de la ducha y que volviera a encontrarse con aquella otra mujer rubia con la que solía hablar mientras las dos se daban crema. Cosas buenas, le decía a la otra, ventajas. Como la cabeza. Que dura mucho más que lo otro. Como tu casa. Tu vida. Tus casi treinta años de lucha. Se lo decía pero la otra mujer la miraba con desconfianza. A través del hilo musical brotaba un jazz suave. En la habitación desplegó el vestidor y dudó. Porque había comprado dos conjuntos. Solo que ahora no se veía con ninguno. Pues haremos, entonces, como si nada tuviera importancia. Se miró en el espejo. Se perfumó. Se ciñó el albornoz y miró el reloj y decidió que le daba

tiempo a regar las buganvillas y los potos. Cuando terminó guardó la escalera y abrió la puerta del balcón.

El regalo lo había comprado la tarde antes. Una bolsa de buen cuero. Perfecta para los viajes y de esas que se fabricaban para durar una vida entera. Fue al armario y la sacó y la puso encima de la mesa. De la cocina trajo unos jazmines y los puso en el jarrón azul.

—Llegas tarde, querido.

En la mesita del salón ordenó meticulosamente las revistas. Después se sentó. En el borde mismo del sillón tapizado en ante. Ráfagas de viento hacían ondularlas cortinas. Sonrió de una forma deliciosa en el mismo momento en que sonaba el timbre de abajo.

—No sé si lo sabes —le había dicho ella un día—, pero en el visor de la cámara no eres más que nariz. Una nariz que ocupa todo y destruye cualquier posibilidad de perspectiva.

Ella lo había dicho aquella vez y él la había mirado con delicadeza.Herencia, le había dicho. De su padre. Su abuelo. Él era aquella nariz y también era una boca grande y sensual. Y nudos. Muchos nudos. En los codos, en las rodillas, en los tobillos. Nudos enraizados en las manos. Pero más, querida. Músculos, sin duda. Un cuerpo joven. Pura fuerza. Y guapo no. O tal vez. Tal vez la cara demasiado cruzada con algo latino para su gusto. Conteniendo algo demasiado basto y que ninguna crema podía jamás contener. O lo mismo era que la nariz de boxeador lo confundía todo. Pero es que a ti, querida, decía ella cuando comentaba con su reflejo aquellas cosas, nunca te gustaron muy guapos. O solo determinada clase, muy concreta, de guapos.”

 

“Una profesora universitaria, una prostituta y una joven fotógrafa desvelan sus secretos y sus respectivos mundos en las páginas de ‘Mujeres en la oscuridad’, de Ginés Sánchez.” El País

«Sánchez es una de las voces más originales e interesantes de la reciente novela española.» Santos Sanz Villanueva, El Cultural

«Sánchez es un narrador inclasificable. En cada nueva novela, desde la deslumbrante fantasía de Lobisón (2012), la intrigante historia amorosa de Los gatos pardos (2013) o la asfixiante soledad urbana de Entre los vivos (2015), desarrolla un estilo diferente, aunque siempre bajo la recreación de inquietantes ambientes, atormentados personajes, sorprendentes tramas y originales desenlaces. » Jesús Ferrer, La Razón

 

Ginés Sánchez (Murcia, 1967). Abogado durante diez años, ha sido columnista en el diario La Verdad. Con su debut literario, Lobisón, fue elegido Nuevo Talento FNAC, y con su segunda novela Los gatos pardos, mereció el IX Premio Tusquets Editores de Novela. En ella el jurado destacó «el vigor narrativo de tres historias contundentes que se entre­cruzan en una misma noche de verano, contadas con vértigo creciente». Comparado con Cormac McCarthy, Tarantino o Juan Rulfo, Ginés Sánchez es uno de los narradores imprescindibles de la literatura contemporánea.

Mujeres en la oscuridad. Ginés Sánchez. Colección Andanzas 928. Diseño de la colección: Guillemot-Navares. Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores. Ilustración de cubierta: Boianna / Arcangel Images. Esta obra ha merecido la IV Beca del Fondo Antonio López Lamadrid de apoyo a la Creación Literaria 2018.  © Ginés Sánchez, 2018. Rústica con solapas. 14,8 x 22,5 cm – 592 páginas – 21,00 euros – ISBN: 978-84-9066-565-7

Félix José Hernández.